Mucho tiempo ha pasado desde que Dani me envío su relato. Mira que tiene delito, y es que Dani es un autor publicado. Encima en un alarde de valentía ha decidido dedicarse a ello. Y es que el escritor de “Fiesta de fantasmas” es un tipo que transmite una inquietud cultural desbordante y a la vez una fascinante atracción a lo “glam”. Un ecléctico en temáticas tan dispares que siempre sorprende. Espero que disfrutéis de este relato y de los que vengan si tenéis curiosidad siempre le podéis seguir en su blog en el que encontraréis recomendaciones, reflexiones, relatos...


Cable rojo

Cuando salíamos a cenar, cuando salíamos las dos solas, me fijaba en tu nariz. No es que me gustara, es que la consideraba como lo único perfecto que poseías. No tiene una forma griega, ni respingona, es afilada. La he admirado por envidia. Una de las razones por las que he permanecido junto a ti tantos años, es la esperanza de que tu nariz se estropeara. No es impertinente ni educada, tampoco es demasiado grande, como la mía. Al ser estrecha, parece que los agujeros han sido practicados a cuchilladas.

Dicen que hay tres partes del cuerpo que crecen a lo largo de la vida: la nariz, las orejas y el pelo. No paran de crecer incluso después de nuestra muerte. Pero tu nariz siempre ha sido perfecta, a través de los años. Del mismo tamaño y con la misma armonía.

Sé que yo soy la razón de tu sufrimiento.

Si me encontrara una lámpara que tuviera dentro un genio, le pediría que me dejara darte un descanso, un descanso de todo el dolor y las lágrimas que te agotan y que humedecen la colcha de tu cama, donde tampoco consigues reposar. Si se cumpliese mi deseo, me vestiría con aquel traje negro que me regalaste, el de los cuatro brillantitos, y te diría que te pusieras tu vestido rojo, ese que hace parecer que tienes el doble de pecho, ese que hace parecer que tienes el pecho el doble de bonito.

Saldríamos a cenar, nos miraría todo el mundo, por ir tan guapas. Toda la gente se fijaría en nuestras manos entrelazadas, de rojo y negro. Las dos, de rojo y negro, para romper, pero yo sabría inmediatamente que estarías bien, que al principio te afectaría, pero después, restablecida, seguirías presumiendo de tu nariz perfecta, porque ese es mi deseo, poder ayudarte a no sufrir. Esa noche, lo único que pediría al genio es ese deseo. Cuando llegara el camarero a tomar nota, en una de esas modernas pantallas con lápiz de plástico para dar golpecitos, no pediría por ti, solo por esa noche. Para no hacerte más desgraciada. Te vería guapa de nuevo y te miraría con ojos y labios húmedos. No me daría reparo tocarte el pelo y te lo apartaría con manos delicadas, para poder alabar tu pecho, sonrojado de la vergüenza. Todo rojo, tu pecho, tu rostro, tu vestido y mi copa de vino. Y una lámpara con una llama en el centro de la mesa, un geniecillo ardiendo que nos ilumina, al que he pedido este deseo.

Haría lo que fuera para que se cumpliera. Alejarte, por una noche, de los archivadores y las pantallas y los faxes que te mantienen atada, de los cables, negros y rojos también, alrededor de tu cuello. Desataría, por esa noche, esa última noche en la que mi deseo se cumple, los cables que sujetan tus muñecas.

Durante la cena en la que yo volvería a romper nuestra relación, hablaríamos de un maquillaje jugoso que disimulara nuestras arrugas, de antiguos novios que se han vuelto a casar y de ataques al corazón. Te diría que lo nuestro acaba aquí, pero no sería un ataque al corazón.

Esa noche, en lugar de suponer lo que te pasa, te lo preguntaría. Tú me dirías lo que sientes y lo que debería hacer yo al respecto.

Después, en el baño, compartiríamos la barra de labios sin sacarla del bolso.

Bromearíamos sobre alguna compañera de trabajo, merecedora de una lenta y agónica muerte, tanto por su mala gestión de los archivadores como por la de su fondo de armario. Al retocarme en el espejo, no me quejaría de lo rápido que se me ven y de cómo me clarean el pelo las canas.

Tal vez nos tomáramos una copa, después de romper. En algún otro sitio. Saldrías la primera de restaurante y yo te vería andar de nuevo, y agarraría tu mano y, por esa noche, daríamos un pequeño paseo. O uno más grande, para terminar rendidas en la colcha de tu cama, donde no derramarías ni una lágrima. Tu cama es nuestra cama.

Si tomáramos una copa, para celebrar con desahogo que lo hemos dejado, no intentaríamos ligar con chicas más jóvenes y seguiríamos despellejando a alguna amiga. Yo, esa noche, no hablaría por ti. No supondría nada, no daría nada por hecho, sino todo por hacer. Decidiría con calma y no dejaría que te desanimaras por mi exceso de entusiasmo. Mi deseo de esa noche sería no preguntarte si te pasa algo.
Daría lo que fuera por que el genio hiciera realidad ese deseo, ayudar a salvarte.

Se supone que me quedan otros dos deseos. Pero he dicho que esta noche no iba a suponer nada.

Así que deseo que estés sufriendo encima de la colcha de tu cama, mojándola con tus lágrimas. Que las ataduras de tus muñecas fueran cables de verdad en lugar de sangre roja como una copa de vino.

Mi último deseo sería saber como tienes la nariz ahora.

1 comentarios:

Me encanta: sensible, ácido, elegante y contundente a la vez.